En algún lugar del África central, en la
actualidad.
Como había sido planeado durante la
noche, al despuntar el alba iniciaron el asalto, sorprendiendo medio dormidos a
los escasos soldados que habían quedado en la aldea, como guarnición. El
comandante les previno diciéndoles que encontrarían mucha resistencia, pero por
lo visto la mayor parte de las tropas del gobierno habían huido a la capital
para proteger al presidente, dejando al descubierto las pequeñas poblaciones
como esta.
El comandante ordenó que se entrara a
sangre y fuego, sin piedad, como habían hecho hasta ahora en cada uno de los
poblados tomados, en realidad era pura rutina desde que el chico comenzó a
servir para el comandante hace más de un año, entrar a casas en las que se
arrasaba con toda forma de vida existente a tiros o machetazos, excepto algunas
mujeres y niñas escogidas, que serían brutalmente violadas por la tropa, en las
grandes fiestas que se celebraban las noches en las que salían victoriosos los
hombres del comandante.
Los infantiles ojos del chico habían
visto reflejados el horror en todas sus posibles variantes, espantosas
torturas, decapitaciones, violaciones. Todo un espectáculo propiciado por algún
loco que dejó la puerta del infierno abierta para no cerrarla más, en aquel
lugar olvidado por Dios.
El chico había sido arrebatado a sus
padres a una edad demasiado temprana, y de qué manera, el propio comandante en
uno de sus famosos y raudos asaltos sobre aldeas desprotegidas había liquidado
el asunto por la vía rápida, cuanto amor y ternura se pueden destruir en tan
escasos segundos, que frágil es todo lo que de hermoso hay en la naturaleza.
Nadie sabe de dónde sale ese odio, pero habita con nosotros, nos consume. El
comandante ejecutó en la casa del chico a sus padres, y violó a su hermana ante
sus ojos infantiles, después, una vez acabada la tarea, le rebanó el pescuezo
mientras su cuerpo roto yacía desnudo en la litera. Todo esto sin quitarse las
gafas de cristales de espejo en donde se reflejaba el rostro de un chiquillo
aterrorizado que lo veía todo desde un rincón.
Ahora, el chico servía para él, en su
grupo, se había convertido en uno de sus asesinos más eficaces, su mirada se
había transformado, ninguna herramienta era más valiosa para dar muerte que un
niño, cuya mente es dócil y maleable, sobre todo cuando le obligaba a beber y
drogarse antes de entrar en combate.
El chico terminó por acostumbrarse a las
masacres y las torturas, él mismo disparaba a gente desarmada, muchos le pedían
clemencia antes de caer desangrados ante el cañón de su ardiente fusil, pero él
no sabía lo que era la clemencia.
El comandante había puesto bajo su
protección al chico, decía sentirse muy orgulloso, era uno de sus mejores
guerreros y pronto lo ascendería a sargento, si como parecía, seguía
mostrándose tan valiente durante los combates. El chico asentía cuando le
hablaba, mientras cogía los cargadores de manos del propio comandante y los
guardaba en su mochila.
El chico había aprendido rápido, pensaba
el comandante, mientras se fijaba en como montaba el arma, veloz como un rayo.
Juntaba dos cargadores con cinta adhesiva para recargar más rápidamente y
siempre limpiaba el arma por las noches, cuando el resto de la tropa se daba el
festín o lo pasaban bien torturando o violando prisioneros.
El comandante llamaba al chico camarada,
y sonreía de una forma muy enigmática cuando lo miraba, incluso si estaba
rematando a alguien en el suelo y el chico lo descubría en un descuido, el
comandante lo miraba a los ojos desde sus gafas especulares mientras le
sonreía, para acto seguido acabar con la vida del desdichado.
Todo sucedió muy deprisa, de la forma
habitual, tras haber eliminado a los tres centinelas de la entrada a la aldea,
se procedió al asalto con todos los efectivos, unos treinta hombres y más de
quince niños soldado, entre ellos el chico.
Casi ciego por la furia asesina, y por
las drogas administradas por los soldados a los niños, el chico iba entrando en
las chozas y disparando a todo lo que se movía, así fue hasta que encontró algo
distinto en una de ellas, mientras entraba y cargaba su fusil.
Frente a él una niña, apenas doce años,
con un vestido rosa y lunares blancos, y junto a ella yacían los cadáveres de
los que seguramente serían sus padres, recién asesinados. Lo que más llamó su
atención fue el muerto que había en la cama de un rincón, le habían asestado
una puñalada en el cuello, y la niña aún portaba el cuchillo en la mano,
manchado de sangre, con el que lo había degollado, el muerto era uno de los
soldados del comandante, lo conocía de vista, vanidoso y pendenciero, nunca le había
caído bien porque era especialmente cruel con los animales, y eso era algo que
no soportaba el chico.
Las miradas de ambos se encontraron, el
brazo ensangrentado de la niña aún sostenía un gran cuchillo, seguramente el
que llevaba el soldado al cinto y que le arrebató cuando intentó violarla,
pensó él. Sus ojos oscuros se posaron en los del chico, una mirada profunda le
sustrajo de lo que ocurría a su alrededor, los ojos de ella no derramaban
lágrima alguna, eran enormes y en ellos percibió el horror de la escena que
acababan de presenciar las infantiles pupilas, pero a la vez la determinación y
convicción, casi parecía una mirada orgullosa en vez de suplicante, que es a lo
que se había acostumbrado el chico en los últimos meses. Sintió una extraña sensación,
algo que no lograba comprender, mientras miraba a esa niña, en todo este tiempo
transcurrido, el tiroteo había cesado ya, podía escuchar los gritos y lamentos
de los heridos pidiendo inútilmente clemencia, ya conocía el espantoso final
que les aguardaba, también pudo escuchar la grave y ronca voz del comandante
dando órdenes aquí y allá.
De repente el comandante entró en la
chabola y allí los encontró a ambos, frente a frente, se quedó junto al chico y
poniendo su mano en el hombro le dijo
– bien, aquí tienes tu primer trofeo
camarada, una buena pieza, ahora te convertirás en un gran guerrero, cuando
hagas lo que ya nos has visto hacer tantas veces, ahora te toca a ti chico, y
entonces serás uno de mis hombres, uno de los elegidos, de mis favoritos – El
chico lo miraba, asustado, no quería ni pensar en ello
– Bueno chico – Dijo el comandante -Te
dejaré a solas con ella, disfrútala bien, y después ya sabes que hacer,
mientras le decía esto le entregó un machete que el chico sujetó con mano
temblorosa, el comandante sonrió una vez más diciéndole – vamos chico, debes
hacerlo por tus camaradas, confío en ti. Y salió de la chabola dejando solos de
nuevo a los dos.
La niña observaba el machete que le
acababa de entregar, horrorizada, él la miró e hizo un gesto de negación, ella
se llevó la mano al bolsillo y extrajo un pedazo de papel arrugado que le
entregó, el chico dejó su fusil apoyado en la pared y abrió el papel, había
algo escrito en inglés y francés, pero él no sabía leer, aunque reconocía los idiomas
en que estaba escrito. También había un dibujo, con un logotipo azul y las
letras U.N. junto a unos niños sonrientes rodeándolo.
La niña se percató enseguida de que el
chico no podía leer la nota, y sin dejar de mirarlo un instante, en su rostro se
dibujo una leve y comprensiva sonrisa que obligó al chico a bajar la mirada
avergonzado por no saber leer, fue entonces cuando la niña, de inmediato y con infinita
delicadeza extendió su brazo y cogiendo de su mano la nota le dijo en francés.
–
Bombones por balas, hospital de niños, vámonos…
De nuevo sus miradas se cruzaron, una
mirada sabia, antigua y compasiva había acudido al rescate del chico, esa
mirada no la olvidaría jamás pues fue como si alguien de un solo golpe hubiese
eliminado todo el oscuro fango que cubría su corazón tras meses de horror.
Cuando el comandante entró de nuevo en
la choza, se encontró el fusil y varios cargadores en el suelo, lo que más le
sorprendió fue que no había ni una sola bala en ellos. Los niños habían
desaparecido. El comandante esbozó una sonrisa y sacó del bolsillo de su camisa
un cigarrillo, se lo encendió y mientras daba la primera calada comenzó a reír
a carcajadas cuando descubrió un papel medio arrugado a sus pies.
A los dos días, los niños ya estaban a
salvo en el hospital que la cruz roja había instalado en la frontera,
protegidos por tropas de naciones unidas, era este, un hospital para niños de
la guerra, secuestrados en su mayoría para utilizarlos como carne de cañón en
los combates.
A uno de los médicos se le había
ocurrido la idea de distribuir esos panfletos en los que trataban de convencer
a los niños de que abandonaran las milicias y marcharan a los hospitales
infantiles, y así cambiar las balas por bombones.
Y allí estaban los dos, sentados,
cogidos de la mano y comiendo bombones, mientras en sus rostros volvía a
dibujarse algo parecido a una sonrisa.
Muy bueno, y con buen final, intrigante.
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